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Dio educa porque – y cuando - salva

Motivo, camino y meta de la pedagogía del Dios del éxcdo

“Cuando el Altísimo asignó a las naciones su heredad...
la porción del Señor fue su pueblo....
Lo halló en una tierra deserta…, lo abrazó y se cuidó de él.
Lo guardó como a las niñas de sus ojos”(Dt 32,9-10)

En el Aguinaldo de este año el Rector Mayor ha querido “centrar la atención no tanto en los destinatarios de nuestra educación, sino directamente - son sus palabras - sobre todos vosotros educadores y educadoras,’ que os sentís como Jesús consagrados y mandados por el Espíritu Santo a evangelizar, librar de la esclavitud, devolver la vista y ofrecer un año de gracia a aquellos por quienes trabajáis”.

Que el Aguinaldo se centre en la persona del educador me parece, sin duda, un acierto. De hecho “pretende ser una llamada a reforzar nuestra identidad de educadores, iluminar la propuesta educativa salesiana, profundizar el metodo educativo, clarificar el objetivo de nuestro quehacer, hacernos conscientes del impacto social del hecho educativo”. Pero, a mi juicio, es mucho más significativo que el educador venga identifica con Cristo, cuando se afirma la igualdad de la misión educativa con la mesiánica: como Cristo, el educador se sabe consagrado y mandado por el Espíritu a evangelizar, librar de la esclavitud y ofrecer un tiempo de gracia (cfr. Is 61.1-2). Aunque no se diga expresamente, emparejar educador y Cristo o, dicho con mayor propiedad, igualar la conciencia de consagrado y enviado del educador y de Cristo equivale a comprender el acto educativo como acto salvífico; lo que llevaría a declarar que en el cristianismo quien salva educa, y quien educa salva.

Mi intervención intenta profundizar esta intuición. Deseo presentaros la salvación de Dios como educación y, así, animar a los educadores – y ¿quién no lo es, si pertenece a la Familia Salesiana? – a hacer tarea de Dios, a saber, salvar educando, con eficacia como conciencia. Es verdad que hubiera podido apoyar mi reflexión sobre Lc 4,18-19, la cita evangélica que las Constituciones SDB utilizan en el capítulo IV, al “reformular como manifiesto educativo pastoral” “cuanto don Bosco ha vivido y dicho”. Me ha parecido más coherente con el tema central del Aguinaldo y con mejores perspectivas de futuro proponer una reflexión bíblica sobre la salida de Israel de Egipto, el evento creador del pueblo de Dios, el que de forma paradigmática presenta un Dios que se hace educador porque, y mientras, salva.

I. Dios salva educando

Paradigma bíblico por antonomasia de salvación, el éxodo de Egipto es presentado en el Pentateuco como un largo y estupendo gran acto educador de Dios. Para hacer salir Israel de Egipto, Dios tuvo que emplearse mucho tiempo y utilizar tanto entusiasmo como imaginación. Cuatro son las etapas del proceso formativo se Dios emprendió para salvar a Israel.

La primera, preliminar e imprescindible, aconteció cuando Dios, en persona, sale del anonimato para elegirse un mediador que saca de sus ocupaciones para que haga salir a su pueblo del oprobio (Ex 3,1-4,17). Dios se dio a conocer cuando dio a conocer a Moisés la salvación que soñaba para su pueblo.

Los otras tres son, en realidad, fases sucesivas de un único proceso liberador. En la primera, Dios impone – al Egipto opresor tanto como a Israel su protegido - una salida de la servidumbre forzada para iniciar un libre servicio (Ex 7,8-13,16). Durante la segunda, hace deambular a Israel, apenas estrenada la libertad, por un desierto durante cuarenta años hasta conseguirse un pueblo aliado (Ex 13,17-18,20 16,22-24,18); finalmente, y es la tercera, tras ser compañero de camino y único aliado, Dios introduce a Israel en la tierra prometida y en su descanso (Nm 27,12-23; Jos 1,1-11) ).

 

1. El Por qué: la revelación de un Dios nuevo.
Dándose a conocer, Dios educa a Moisés como mediador y su representante

“Yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo” (Ex 3,10)

Antes de ponerse a salvar, exiliando de Egipto a Israel, Dios se da a conocer a sí mismo, dando a conocer su proyecto a Moisés, a quien elige como intermediario, portavoz de sus designios y líder de una liberación que ha programado para su pueblo: “Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios; lo sacaré de este país… Ve, pues, yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo” (Ex 3,8.10). Porque quiere sacar a Israel del lugar de la esclavitud, Dios tiene, primero, que escogerse un mediador y educarlo personalmente.

1.1 Aprender a ser mediador de Dios, un arduo y penoso amaestramiento

Antes de iniciar una salvación que realizará como un gran éxodo, Dios somete a quien ha de liderarla a un duro aprendizaje. El mediador tendrá que vivir, previamente, en su persona lo que propondrá, en nombre de Dios, a su pueblo. Quien ha de educar al pueblo de Dios, tendrá que dejarse, primero, educar por Dios.

Moisés, apenas nacido se había salvado “al ser sacado del agua” de un gran río (Ex 2,10), es llamado a liderar una salvación que se efectuará como “un pasar por las aguas del mar como si fuera tierra seca” (Ex 14,16). Hijo de hebreos (Ex 2,7), adoptado por la hija del Faraón (Ex 2.10), Moisés, ya mayor, no soportará – como tampoco su Dios (Ex 3,7-8; 6,5-6) – el sufrimiento de su pueblo (Ex 2,11): matará un egipcio (Ex 2,12) y tendrá que exiliarse para salvar la vida (Ex 2,14). Quien guiará la emancipación de Israel (Ex 14,4) se habrá salvado emprendiendo la fuga (Ex 2,15). Sin sospecharlo siquiera, tendrá que vivir años “emigrante en tierra extraña” (Ex 2,22), antes de conducir a su pueblo cuarenta años por un desierto (Ex 14,17-18). Quien iba a ser llamado a guiar el encuentro de Dios con su pueblo (Ex 19,1-25) vivía entre extranjeros cuando vino a su encuentro Dios (Ex 3,3-6). Y sabe cómo resistir a Dios (Ex 4,1-14; 6,12-30), quien deberá enfrentarse a las rebeldías de su pueblo (Ex 14,11; 15,24; 16,2-3; 17,2-4). Conoce la incomprensión, el rechazo, de los suyos (Ex 5,19-21), quien ha de ser testigo de un Dios malinterpretado e contestado (Ex 16,3.8; 17,3).

Si arduo, inmisericorde incluso, fue el adiestramiento al que Dios sometió Moisés, más inhumano resultó su final. Quien alentó y guió la salida de Egipto, quien dirigió y alimentó al pueblo en el desierto, quien le dotó de un cuerpo legal y de conciencia nacional, quien le hizo aliado de Dios, acabará sus días a las puertas de la tierra prometida: entrará en el reposo de sus padres (Dt 31,16) sin entrar en el reposo de Dios (Dt 31,2). Se le concederá ver de lejos, sin visitarla siquiera, la tierra de la promesa (Dt 32,55), el lugar que hace real y evidente la salvación de Dios. Quien había sido llamado por Dios para mediar la salvación acabó sus días conociendo una salvación a medias: murió y fue sepultado “en la tierra de Moab, como había dispuesto el Señor” (Dt 34,5-6). Es destino del llamado a mediar entre Dios y los hombres el quedarse en medio, sin pertenecer definitivamente a ninguno de los dos.

1.2 Haber encontrado a Dios, origen y razón de la mediación

Moisés pudo soportar ese largo y penoso aprendizaje porque había conocido a Dios en persona. El Dios que, en el monte Nebo, “le mostró todo la tierra, desde Galaad hasta Dan” (Dt 31,1) para que la viera de lejos, se le había mostrado cercano y en persona en “el Horeb, el monte del Señor” (Ex 3,1.4). Moisés se topó con Dios en una zarza que ardía sin consumirse, que no se dejó ver pero que se hizo escuchar; le dio a conocer su plan, no su rostro. Intimó con Dios antes de ponerse a salvar al pueblo; antes de someterse la pedagogía divina, el mediador fue confidente de su maestro; se dejó educar por quien se le había dado a conocer: Dios desveló su nombre y sus proyectos antes de iniciar el adiestramiento de su mediador. Experimenta la acción educadora de Dios quien ha hecho experiencia de Él: Dios hace discípulos a quienes son ya expertos en Él.

Dios inició con Moisés su tarea educadora con una llamada, sacándole de cuanto le ocupaba (familia, profesión, lugares donde moraba) para encomendarle una tarea impensable: salvar al pueblo que había abandonado para salvarse él. Para Moisés toparse con un Dios ‘nuevo’ coincidió con el encontrar una nueva misión en la vida; tuvo experiencia de Dios cuando conoció su programa de salvación.

El Dios de los padres, “de Abrahán, de Isaac, de Jacob” (Ex 3,6.15.16) le reveló su ‘nombre’ (Ex 3,14) identificándose como liberador de Israel, el “Dios de los hebreos” (Ex 3,18): Dios está ahí para “hacer salir de Egipto a los israelitas” (Ex 3,11): “He determinado sacaros de la aflicción de Egipto, para llevaros a la tierra…, que mana leche y miel” (Ex 3,17). Dios se identifica revelando su ‘nuevo’ nombre, cuando desvela su empeño de liberar Israel: Dios es – esa es su naturaleza, en ello consiste - para salvar a Israel.

Solo Moisés, que conoce el nombre de Dios – y su programa – puede presentarse al faraón y al pueblo como su representante (Ex 3,11-5). Para salvar el pueblo de Dios se debe conocer a Dios personalmente, su nombre y sus proyectos; este Dios familiar estará con Moisés siempre, y mientras, Moisés esté trabajando por la liberación de Israel (Ex 3,12).

Tamaña empresa encuentra, por supuesto, resistencias. La primera, y la peor, nace en el corazón del llamado, Dios se encarga de desbaratarla con tanta energía como tacto pedagógico. Si Moisés se sabe incapaz (“¿Quién soy yo para ir al faraón?”: Ex 3,11), Dios se compromete a no dejarlo solo (“Yo estaré contigo”: Ex 3,12). Si este Dios es un desconocido para todos (“Si ellos me preguntan cuál es tu nombre?”: Ex 3,15), no lo será para Moisés (“Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros”: Ex 3,16). Si Moisés teme que no ser creído (“No me creerán ni me escucharán”: Ex 4,1), Dios le da poderes prodigiosos (“Si no te creen ni se convencen por el primer prodigio, creerán por el segundo”: Ex 4,8). Si, en un último intento, confiesa no saber hablar adecuadamente (“Señor, soy tardo en hablar y torpe de lengua”: Ex 4,10), Dios le da un hermano que le haga de portavoz (“Ahí tienes a tu hermano”: Ex 4,14).

Tal fue el esfuerzo educativo de Dios con su mediador. El primer “vete, yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de decir” (Ex 4,12) se convierte en “tú le dirás lo que debe decir, yo estaré en tu boca y en la suya y os mostraré lo que tenéis que hacer” (Ex 4,15). ¡Curioso itinerario educativo que nace con un Dios al que escuchar y termina con un hermano al que dejar hablar! ¡Cuánta paciencia de educador despliega con su enviado el Dios salvador! El resultado está a la vista: contar con todo un Dios y tener a disposición el hermano harán de Moisés el mediador que necesitaba el pueblo.

 

2. El Qué: Una salida obligada
Imponiendo un éxodo, Dios educa a su pueblo haciéndole pasar de la servidumbre al servicio

“Así dice el Señor, Dios de Israel: Deja marchar a mi pueblo,
para que celebre en el desierto una fiesta en mi honor” (Ex 5,1)

Israel vivió la salida de Egipto como una li­beración porque, esclavo, estaba sometido a un injusto régimen de trabajos forzados. Y comprendió que esa salida era obra de un Dios ‘nuevo’; sólo un Dios así podía enfrentarse a la potencia militar del faraón y romper sus resistencias: una emancipación de esclavos se convirtió en salvación divina, el nacimiento a la libertad de un pueblo quedó asociado con un Dios capaz de sacarlo de Egipto, “casa de la esclavitud… con brazo poderoso” (Ex 13,3).

2.1 El proyecto inicial de Dios, una fiesta por tres días

Un Dios nuevo salió del anonimato dando a conocer sus nuevas - ¡e inauditas! – pretensiones: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído su clamor… y conozco sus angustias. Voy a bajar a librarlo” (Ex 3,7-8). Todo empezó con una modesta petición de Dios, quien mandó a Moisés presentarse al faraón y pedirle la liberación de los israelitas “para hacer una peregrinación de tres días por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor” (Ex 5,3). Aparecía así un nuevo Dios porque eran nuevas – inauditas! – sus pretensiones: ¡quería liberar unos esclavos de la servidumbre para ser Él por ellos servido! Recibir culto fue la meta de la liberación.

De hecho, cuanto pidieron en su nombre Moisés y Aarón era solo un breve espacio de tiempo, una interrupción temporal del trabajo forzado. La negación del Faraón desencadenó un largo y violento proceso de liberación: quien niega el culto a Dios está optando por la opresión del hombre; quien favorece el servicio libre de un Dios que quiere libertad para los suyos, queda comprometido en un proceso de liberación en el que Dios será el protagonista. Oponerse, pues, a ese servicio de Dios que se realiza en el reposo y la fiesta atenta contra ese Dios que quiere el culto. Para el creyente en el Dios del éxodo no puede haber ocupación penosa ni trabajo forzado; pues se sabe llamado a celebrar la libertad recibida en la alegría común del culto (Ex 5,1-9; 13,2). Recuperar el gusto por la fiesta y el descanso, por escaso que sea, contribuye a recordar a Dios y hacer propio su proyecto de salvación. Nace así una liturgia que es espacio libre de trabajo inhumano, motor de nuevas liberaciones

Desde un principio, Israel sabía no tener méritos para que le fuera concedida su libertad; pero conoció el motivo de su liberación: servir a Dios (Ex 5,1). Porque el Dios del éxodo amaba la fiesta, liberó Y es que para ser creyentes hay que ser libres y hacerse libre es tarea previa a hacer fiesta. La libertad que Dios concede no es, pues, absoluta, tiene un objetivo preciso, el culto al Libertador, la celebración festiva de la libertad concedida. Por eso, el servicio al Dios libertador solo es posible a hombres libres; el culto ha de nacer de la experiencia de haber sido liberados para Dios. Solo cuando hay hombres libres con memoria se da culto festivo a Dios.

2.2 Las ‘razones’ de Dios: su paternidad

Para legitimar una intervención tan insólita a favor de un grupo de esclavos, Dios tuvo que adoptar a Israel como primogénito y presentarse como su representante legal ante el faraón: “Israel es mi hijo y primogénito. Te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me dé culto” (Ex 4,22-23). Pudo sentirse Israel seguro de su liberación, porque Dios no podía liberarse de su obligación sin comprometer su nombre. La certeza de haber sido objeto de una elección personal de Dios le hizo consciente de que estaba llamado a ser libre.

Creer en un Dios Padre alimentó en Israel el ansia de libertad; por saberse familia de ese nuevo Dios, pudo exigir dejar “la casa de la esclavitud” (Ex 13,3). Israel siempre pensó que su liberación no fue resultado de un esfuerzo colectivo, la recibió como oferta gratuita. En su éxodo, Israel se hizo a si mismo pueblo libre, cuando se convirtió en creyente; reconoció que independencia y soberanía nacional quedaban ligadas a la fidelidad a Dios, en el servicio del Padre Libertador.

De ahí que cuando veía aquéllas en peligro, se sintiera llevado a confesar su infidelidad. Creyente, Israel sabía que desobedecer a Dios le dejaba en manos de sus enemigos y que el retorno a la fidelidad original era el camino único para la restauración política. Quien había nacido a la historia en un encuentro con Dios permanecería en la historia, si se afanaba en no perderlo. La fe en el Dios del éxodo le obligaba a afrontar las nuevas situaciones históricas como una renovada posibilidad de encontrarse con ese Dios de libertades gratuitas v de hacerse comunidad liberada.

2.3 Un proyecto incomprendido y resistido

Liberar a Israel no fue una tarea fácil, ni siquiera para Dios. La oposición que encontró obligó al Dios del éxodo a dejar clara su voluntad liberadora; hubo de pronunciarse continuamente por una salvación que nadie parecía no desear.

La primera, la más obstinada, hostilidad la encontró Dios en el poder político; supo recurrir a magos y a profetas y puso en peligro, al inicio y al fin, el proyecto liberador de Dios. Dios tuvo que luchar ‘cuerpo a cuerpo’ para lograr su propósito. Lo más sorprendente en esta lucha sin igual es que Dios había previsto la resistencia (Ex 3,20; 11,9) y prolongado incluso la pugna endureciendo el corazón del Faraón (Ex 4,21); se podían aducir razones políticas (Ex 1,10-11) y econó­micas (Ex 5,12-19), la verdad es que la hostilidad estaba ya prevista, querida incluso por el mismo Dios (Ex 7,3-4; 9,12; 10,1.20.27; 11.10; 14,4.17) contaba con ella. Precisamente porque su plan era políticamente incorrecto (dejar en libertad un pueblo), económicamente ruinoso (dar tres días de descanso), y socialmente desaconsejable (dar culto a un Dios desconocido), no se amilanó cuando surgió el conflicto. Le importó más darse un pueblo que le diera culto que mantener unos esclavos produciendo injustamente; prefirió ser celebrado por hombres libres en un desierto (Ex 3,12) a oír su clamor y ver la aflicción de su pueblo en Egipto (Ex 3,7.9).

EI Dios de nuestros padres (Ex 3,6) es un Dios que eligió la liberación de unos esclavos para darse a conocer, un Dios que lanzando a la historia humana un grupo de libertos, se hizo encontradizo con ellos. El nuestro es un Dios que necesita de hombres libres para hacerles creyentes. La experiencia del Díos del éxodo exige previamente hombres que cultiven la libertad que les fue concedida, hombres que no soporten la falta de libertad en otros. Conocerá este Dios quien ‘salga’ de Egipto y estrene libertad celebrando el culto a ese Dios. Tal es la primera etapa de la pedagogía salvífica del Dios bíblico.

 

3. El cómo: Un inesperado desierto

Introduciendo en un desierto, Dios educa a su pueblo haciéndole pasar de la soledad a la alianza
“Cuando el faraón dejó marchar al pueblo,
Dios no lo llevó por el camino más corto” (Ex 13,17).

En el éxodo, paradigma del salvación bíblica, el desierto es etapa, imprevista pero necesaria, de la pedagogía divina. Dios, que inició su salvación haciendo salir de Egipto una masa de esclavos con la promesa de darles libertad y una tierra donde gozarla (Ex 3,8), les impuso un largo y penoso deambular por un desierto, tierra de nadie (Ex 13,17), como camino paulatino de liberación.

Que la crónica de este paso por el deserto ocupe la mayor parte – y la central – del Pentateuco (desde el Ex 19,1 a Nm 10,28) prueba su importancia dentro del proyecto educador de Dios: Israel tuvo que aprender que donde nadie puede sobrevivir, sólo Dios puede ayudar; donde todo se vuelve hostil, sólo Dios es compañero. Israel debe pasar cuarenta años aprendiendo a caminar junto al Dios que lo liberó (Ex 13, 21‑22) hasta encontrar en Él un Dios Aliado (Ex 19‑34).

3.1 Una decisión estratégica de Dios

Quienes salieron de Egipto no entraron enseguida, como pensaban y se les había prometido, en una tierra “nueva y espaciosa…, que mana leche y miel” (Ex 3,8). A la portentosa liberación no siguió, como esperaban, la inmediata donación de tierras propias donde vivir la libertad; Israel estrenó libertad entrando en un inhóspito desierto (Ex 13,17-18,20).

Entrar en el desierto no fue un capricho divino ni un error humano, fue un decisión de Dios bien pensada (Ex 13,17-18), por imprevista e indeseada que fuera (Ex 14,11-12). En el programa de Dios, el desierto era lugar y tiempo de salvación; y eso, a pesar de que introducía un retardo en su consecución. Así, vagar sin rumbo por tierra deshabitada fue tiempo para la prueba y lugar para la tentación al tiempo que momento de gracia y de encuentro con Dios.

Dios recurrió al desierto como una opción pedagógica; en él introdujo un grupo de hombres que no se habían habituado a la libertad y, tras largos recorridos y continuos forcejeos, de él sacó un pueblo creyente, unido en alianza y constituido como nación soberana. Sin la experiencia del desierto, Israel no habría hecho alianza con el Dios Libertador ni le habría reconocido como compañero de camino.

Al salvar Dios impone siempre el desierto, demorando sin fecha fija la promesa hecha, dejando a los suyos solos e indefensos ante el enemigo, haciéndoles caminar en tierra de nadie con nadie como amigo. Olvidarlo y oponerse lleva a perder la oportunidad, una vez liberado, de convertirse en creyente y aliado de Dios.

3.2 Tiempo – para Dios y para su pueblo – de probarse fidelidad mutua

Israel vivió tanto tiempo perdido en el desierto por haber puesto a prueba a Dios “diez veces in escuchar su voz” (Nm 14,22). El episo­dio de los exploradores explica como Dios se vio obligado a no contar con la generación que salió Egipto y esperar hasta que los nacidos en el desierto se hicieran hombres adultos y mejores creyentes que sus padres, que habían visto cómo Dios rompía el mar para salvarlos.

Al descubrir que la tierra adonde se dirigían estaba habitada y comprender que deberían luchar para conseguirla, los liberados de Egipto se sintieron defraudados; murmuraron contra un Dios que prometió conceder una patria gratis..., que habrían de conquistar con la fuerza. En el pecado tendrán el castigo: puesto que no quisieron entrar en la tierra, no saldrán del de­sierto. Vagarán sin tener dónde ir; quienes no quisieron ver la tierra de la promesa no verán ninguna otra tie­rra habitable.

Mientras, Dios se concede un tiempo para prepararse un pueblo fiel, que se fíe de sus promesas y que camine según su voluntad. Y mientras Israel deberá aprender que Dios, a pesar de todo, no lo abandona en el desierto: en forma de oscuro nu­blado (Ex 13,21-22; 14,19-24; 33,9-11; Nm 11,25; 14,14) o de fuego devorador (Ex 24,16; 19,18; 40,34-38; Nm 9,15-23; 10,11-12), compartirá el camino del pueblo mos­trándole la senda a recorrer. De día, como columna de nube, de noche, columna de fuego, Dios demuestra su cercanía y, al mismo tiempo, su distancia: acompaña a su pueblo sin imponerse, favoreciendo así siempre la fe y dejando espacio al ejercicio de la libertad. Israel, en consecuencia, deberá decidir siempre, sin abdicar de sus responsabilidades y con el riesgo de equivocarse; se sentirá guiado por Dos, pero se sabrá no obligado a seguirlo. ¡Largo fue el tiempo del desierto, necesario para educar en la libertad!

Tener a Dios a su vanguardia no ahorró a Israel fatigas, miedo a equivocarse y su responsabilidad. De hecho, Israel cayó en la tentación de hacerse un dios a su medida, a hechura de hombre. Y creó un potente animal con patas: “anda, haznos – dijo a Aarón – una divinidad que nos guíe.., porque no sabemos qué habrá sido de ese Moisés” (Ex 32,1.23). “Así cambiaron la gloria del Señor, por la imagen de un toro que como hierba” (Sal 106,20) ¿A qué otro dios podía pensar un pueblo fatigado de tanto caminar? Pero un dios imaginado según la necesidad del creyente no le libera ni le concede respiro; como ironizaría el profeta después, un dios, como espantajo en melonar, no habla y hay que llevarlo, porque tampoco andan” (Jr 10,5).

Educar al pueblo que se había elegido como hijo costó mucho a Dios. El desierto se le convirtió en lugar de amargura, de pruebas, de continuas querellas (Ex 17,1-17; Sal 81,8; 95,8). En el de­sierto Dios se hizo más sensible a las críticas del pueblo porque le estaba más cercano, porque le agotó la sed y le dio de comer en abundancia, porque lo guiaba día y noche. Para lograr un pueblo creyente y fiel Dios tuvo que sufrir sus impertinencias y sus desvaríos y hasta que, dolorido y amargado, pensó un mal día en renunciar a sus planes de salvación (Ex 32,2-17). ¡Menos mal que aquel día tenía junto a Si a Moisés su mediador, quien apoyándose en el honor del deshonrado Dios y en su fidelidad le convenció; y “el Señor se arrepintió del mal que había querido hacer a su pueblo” (Ex 32,14).

3.3 Con el único objetivo de ganarse a su Pueblo

Como descubrirá Israel, tras su largo errar por el desierto, su Libertador había tenido un plan preciso cuando allí lo mandó: lo que empezó como peregrinación de tres días para ofrecer sacrificios (Ex 5,3) terminó con la ratificación una alianza perpetua (Ex 24,8). En el desierto Israel encontró un Dios que quiso comprometerse jurídicamente con él y se obli­gó a observar un ordenamiento legal libremente aceptado (Ex 34,10-27). Entrar en pactos con Dios fue la última y suprema experiencia del pueblo que caminó perdido en el desierto durante cuarenta años.

En el Sinaí Israel se quiso aliado del Dios que lo había liberado de Egipto, adoptándolo como hijo primogénito (Ex 4,22) y supo que se debía con total exclusividad a un Dios amante celoso (Ex 20,5; 34,14). Cierto, ese exceso de predilección convertirá más tarde al Dios del Sinaí en un acompañante difícil e intolerante, que reaccionará con violencia e intolerancia cuando se sienta traicionado en su amor. Israel descubrió que Dios le era necesario para sobrevivir (Nm 14,40-45), que precedía en el camino, combatía por él y lo sostenía “como un padre sostiene el propio hijo” (Dt 1,31), que no cesó de acompañarlo “en esos cuarenta años sin que nada le faltara” (Dt 2,7; 8,2). Más aún, mientras caminaba codo a codo con Él, Israel comprendió que su Dios quería ser seguido y obedecido (Dt 13,5) y que alejarse de Él y recorrer otros senderos sería su perdición (Dt 7,4; 8,14).

Así, rendido Israel ante ese Dios, concluyó con Él una alianza y adquirió conciencia de su propia originalidad ante las demás naciones: “si guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad…, un reino de sacerdotes, una nación santa” (Ex 19,5-6). Con ninguna otra nación se había comportado Dios así. Israel, liberado de Egipto y libre tras dura pedagogía, pudo acabar siendo nación elegi­da, reino de sacerdotes, pueblo santo (Ex 19,6): el largo y penoso proceso de libe­ración estaba concluido. En el Sinaí, libres y amigos, iniciaron juntos, Israel y Dios, el último viaje con la voluntad de Dios como viático: “Nosotros, dijo el pueblo a una – haremos todo lo que el Señor ha dicho” (Ex 19,8).comenzó el último viaje del Pueblo, todavía bajo la Promesa de Dios (Ex 19,5-6). La estancia en el desierto había hecho el milagro de convertir una banda desorganizada de li­bertos en un pueblo que se sabía elegido de su Dios. Todo un éxito del esfuerzo educativo de Dios.


4. La meta: Una tierra propia para vivir en libertad
Obligando a conquistarla, Dios educa a su pueblo a vivir el don como tarea

“Id y tomad posesión de la tierra que el Señor juró dar a vuestros padres” (Dt 1,8)

La salida de Israel de Egipto hubiera resultado un rotundo fracaso de haberse concluido en una estancia perma­nente en el desierto: sin una tierra donde acogerse el pueblo no habría podido ver el éxodo como, pura y simplemente, salvación; sin un lugar propio donde establecerse, no habría podido acometer la tarea de ser un pueblo libre de servidumbres y aliado de su Li­bertador; sin una tierra que garantizase su soberanía, no habría gustado jamás la libertad alcanzada.

La Tie­rra Prometida entró, pues, en el programa salvífico de Dios como contrapartida de Egipto; la entrada en la tierra de Canaán cerró el ciclo de acciones divinas que se había iniciado con la salida de Abrahán de su tierra natal (Dt 26,5-9); allí el pueblo de Dios halló por fin un lugar para residir y un espacio para su reposo.

4.1 Don retardado pero espléndido, una tierra ‘buena’ y un ‘nuevo’ Dios
Quienes, saliendo de un desierto inhóspito, entraron en una tierra fértil palparon – ‘pisaron’ sería mejor decir – su salvación. Israel bien sabía que no era hijo ni señor natural de las tierras que iba a ocupar; se iba a asentar en “una tierra con grandes y hermosas ciudades que no edificó, con casas repletas de todo bien que no llenó, con cisternas excavadas que no excavó, con viñas y olivos que no plantó” (Dt 6,11) y siempre confesó que le habían sido donadas por su Dios.

Su asentamiento en Canaán no era sólo resultado de una ocupación, por conquista militar o infiltra­ción pacifica, sino legítima apropiación de cuanto se le había concedido. Dios no se había contentado con hacer libre a un pueblo, le dio una tierra que garantizase la libertad recibida. Dios repartió con los suyos la heredad (Jos 22,19): la elección gratuita de un pueblo le había obligado a conceder unas tierras, donde morasen juntos (Ex 15,17): Israel, la nación y la tierra, es heredad de Yahvé.

Con el don de la tierra, Israel recibía, además, un nueva revelación de Dios. Aprendió, en efecto, que el Dios Liberador de Egipto, el Dios Aliado en el desierto, era ahora el Dios de la tierra: pertenecer a Yahvé incluía “tener parte en su herencia” (Jos 22,25; cf. Sal 16,5). Ello tenía consecuencias. Nadie en Israel podía disponer de una tierra cuyo propie­tario era Dios; ante Él todos eran, como mínimo, “extranjeros e inquilinos” (Lv 25,23). Las tierras se conceden no en propiedad sino como préstamo para la explotación; los límites de los lotes repartidos son intocables, pues han sido sancionados por Dios. Hallarse fuera de la tierra, “lejos de la heredad del Señor” sig­nificaba “estar lejos de la faz de Dios” (1 Sm 26,20); habitarla obligaba a la obediencia a Dios (Jr 2,7; 16,18); la desobediencia se pagará con el des-tierro (Ez 36,5; Os 9,3). En esta comprensión de Canaán como país de Yahvé se desvelaba una nueva imagen de Dios: el Dios compañero de caminos se con­vierte en un Dios localizable en una tierra, que le pertenece (Jos 22,19), en medio de su pueblo (Nm 35,34). En Canaán Dios se hace sedentario para un pueblo que allí se acaba de asentar.

Y al ser la tierra donada, su posesión será siempre una gracia. En la tierra prometida no se vive como se quiere, sino como Dios, su Señor, desea. La generosidad del Dios obligó a Israel a vivir con generosidad. Lo que había recibido como donación gratui­ta no lo podía explotar en régimen de absoluto dominio. En Canaán Israel tuvo que ser, como el hombre en el paraíso antes de su pecado (Gn 1,29), ‘lugar-teniente’ de Dios. Las leyes aceptadas por Israel refe­rentes al cultivo de la tierra tenían por objetivo mantener al pueblo, de generación en generación, agradecido a Dios y respetuoso de la tierra.

Era así como Dios sometía a sus fieles a la pedago­gía del don: evitando que se creyera dueño único de la tierra recibida, Dios educaba a Israel a vivir dependiendo del Él y donando lo que había recibido gratuitamente. Quien todo lo había recibido de Dios, estaba obligado a reservar siempre algo para Dios y para el prójimo: un Dios que reparte su propia heredad no consiente pequeños terratenientes. Las leyes de las primicias (Ex 23,19; 34,26; Lv :9,23-24; 23,10) y de los diezmos (Ex 22,28; Nm 18,21-22; Dt 14,22), el reposo obligado en el cultivo de la tierra cada siete años (Ex 23,10-12) y hasta la obligación concreta de abandonar las espigas caídas tras la cosecha (Lv 19,9-10; 23,22), no son más que corolarios de la fe israelita en Dios como único propietario y expresión efectiva del reconocimiento de sus derechos de propiedad.

Ya que la tierra era donación del Dios Aliado no po­día ser sino la mejor de las tierras, una «tierra buena» (Ex 3,8; Nm 14,7; Jue 18,9; Dt 1,25). Obtenida sin fatiga (Jos 24,13), Israel se entusiasma con ella, porque Dios no le ha defraudado: es el país que mana leche y miel (Nm 13,27; Dt 6,3; 11,9; 26,9-15; 27,3; Jr 11,5; 32,22). En neto contraste con la aridez y monotonía del desierto, la tierra prometida recuerda el paraíso perdi­do: como en aquél, abundan las aguas (Dt 8,7-20; 11,10-15), signo inequívoco de protección divina. Más aún, en Canaán Dios se ocupará de la lluvia periódica; la tierra que bebe el agua del cielo es, por fuerza, la tierra de las bendiciones de Dios. Israel conoció, finalmente, la alegría de contar con Dios mientras disfrutaba de un tierra propia.

4.2 Una libertad donada que obliga a ejercer libertad
La salvación que Dios concede no es sólo regalo gratuito; es, sobre todo, programa a realizar: al don de la libertad sigue necesariamente la libertad como tarea. Si durante el proceso de liberación Dios hizo todo por su pueblo, a veces incluso contra él, en la etapa final, durante el asentamiento en Canaán, la apropiación de esa libertad no se realizaría sin la aportación y el protagonismo del pueblo creyente: Israel nació a la libertad casi sin quererlo, pero tuvo que vivir en libertad para permanecer vivo.

Asentarse en una tierra nueva resultó fuente de nuevos problemas. Era evidente el peligro de asimilación de unas formas culturales v religio­sas más evolucionadas y en apariencia más producti­vas, adaptadas mejor a la nueva situación. Para los pueblos agricultores la tierra cultivable era la necesaria mediación con la divinidad; Israel, en cambio, pueblo nómada con un Dios caminante, sintió pronto la seducción de la religión cananea que aseguraba mejor la subsistencia del pueblo en esas tierras.

El asentamiento en Canaán impuso cambios en las normas que regían su comportamiento social. Israel asu­mió la ordenación jurídica en uso entre los pueblos vecinos, sin renunciar a fundamentarla en la voluntad positiva de su Dios Liberador. Por ello, el derecho israelita se caracterizó por su fuerte sentido moral, la propor­cionalidad existente entre la trasgresión y el castigo y su preocupación preferencial por las clases sociales más débiles. La fe en el Dios Libertador estuvo, pues, a la base de las libertades sociales; quien creía haber sido rescatado de la servidumbre violenta no podía volver a tener señores nuevos (1 Sm 13,8-15; 15,10-30; 2 Sm 12,1-12; 1 Re 11,31-39; 21,17-24) ni debía disponer de es­clavos a perpetuidad (Ex 21-23; Dt 15,12-18; Lv 25,39-43). El Dios que había realizado su salvación me­diante una liberación de esclavos, necesitaba de hom­bres libres para ser celebrado como Libertador. Israel, que había encontrado a su Dios mien­tras salía de la esclavitud, se sabía obligado a no poner límites a la libertad de los demás: para ambos, para Dios y para Israel, la libertad era don irrenunciable.

4.3 El reposo y la fiesta, meta de la liberación
Tras conquistar la Tierra Prometida Israel encontró, finalmente, un lugar para su reposo y una razón para la fiesta común. La tierra donada paró los pies cansados y la fatiga encontró alivio. Israel pudo comer y beber “alegremente” (1 Re 4,29): la salvación del Dios del éxodo tenía como fin, el final de su ‘proceso educativo’, la concesión de una tierra donde el descanso fuera culto obligado y donde el ocio favoreciera la memoria agradecida.

Tener una tierra propia hizo posible el descanso. En la tierra donada se podía vivir en tranquilidad y sosiego, “cada uno bajo su viña y su higuera” (1 Re 5,5; 4,20). Dios se ocupaba en persona de sus fronteras (Ez 36,5; Sal 123) y había asegurado a su pueblo el reposo definitivo según su promesa (1 Re 8,56). Quedándose Dios en medio de su pueblo, en el Templo de Jerusalén, Israel se sentirá al abrigo de servicios ajenos o de nuevas fatigas: Dios y sus fieles compartirán la habitación de una misma tierra. Será Dios quien construya y guarde a su pueblo, sus fronteras y sus hogares; inútil resulta vigilar hasta la aurora o v­elar hasta muy tarde (Sal 127,2). La superación del miedo al futuro no nacía de la capa­cidad de dominarlo, sino de la certeza de que lo afron­tarían juntos Dios y el pueblo. Quien ha entrado en el descanso de Dios (Sal 94,11; 95,102) deja sus preocu­paciones y puede ocuparse libremente de la tarea encomendada; incluso el sueño, reposo gratificante y ausencia de preocupaciones, es celebrado como la oportunidad en la que Yahvé regala a sus amigos con aquel pan que los que se afanan exagerada­mente solo gustan con muchas preocupaciones (Sal 127,3).

Tan importante es el descanso para ese Dios libertador de esclavos que impone a Israel la observancia del sábado (Ex 23,12; 2 Re 4,23; Is 1,13; Os 2,13): debe descansar para confesar que, ¡a Dios gracias!, no está obligado al trabajo (Dt 5,14-15). El Dios del éxodo libera a sus fieles del ansioso (ab)uso del tiempo, del aprovechamiento angustioso del momento; dejar un tiempo libre para el recuerdo de un pasado vivido con Dios, observar un tiempo renunciando a la producción y a la ganancia reconcilia el creyente con­sigo mismo y con su prójimo.

Imponiendo el descanso humano y ordenando la celebración, Dios nos ha educado a la gratui­dad: vivir de lo que ha sido dado, sin trabajar por ello ni afanarse por tener más, es la meta del proceso educador de Dios que empezó una salvación porque quería dar a su pueblo una fiesta de tres días (Ex 5,3); cuando se la negaron, impuso una liberación y dio una tierra para que se celebrara.

II. Educar hoy, divina actuación

“La pedagogía de Don Bosco – ha escrito un experto – se identifica con su acción; y toda su acción, con su personalidad; y todo don Bosco, en definitiva, queda recogido en su corazón”. El sistema educativo de Don Bosco – opciones y metodología – revela, pues, su ser más íntimo, es la realización concreta de su actuación como sacerdote para los jóvenes. Como Dios con Israel, como Jesús con sus discípulos, Don Bosco salvó la juventud educándola.

Una compasión – divina – que educa al educador

El educador salva si, como Dios, observa la miseria de los suyos, se deja conmover por su sufrimiento (Ex 3,7-9a) y concibe un plan preciso de intervención (Ex 3,99b-4,19). Se identifica a si mismo (Ex 3,14-15: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros… El Señor, del Dios de vuestros antepasados, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a nosotros; este es mi nombre para siempre”), identificando a quiénes y cómo salvar educando (Ex 3,16-18). Conociendo – pues ha visto y sentido – el dolor de un pueblo, no puede permanecer inactivo, neutral. En el origen del acto educativo divino hay, pues, un sentimiento de compasión frente a una situación real de miseria humana: el Dios de nuestros padres se da a conocer siempre y cuando da a conocer su salvación. Es, pues, poco creíble, si es que efectiva, una salvación que no se produzca como compasiva educación.

2. Educar divinamente, una tarea que compartir

Quien educa al pueblo de Dios deberá, primero, dejarse educar por Dios. Quien educa en nombre de Dios debe conocer bien a Dios y su programa: sin encuentro personal – revelación divina -, la educación del pueblo no llegará a ser salvación de Dios. Único mediador, el educador recibe un hermano como apoyo y superación de sus deficiencias: la educación salvadora é siempre empeño común, no empresa individual.

3. Educar divinamente, oficio para padres
Dios pone en marcha su salvación con modestia; pide una liberación de tres día para inducir en el pueblo sojuzgado el gusto por la fiesta y el descanso, la alegría del libre servicio. Tan discreto programa topa con resistencias y malentendidos. Y Dios tiene que ‘legitimarse’ como educador optando por quien sufre y convertirse en su padre y defensor: educar es competencia de padres.

4. Educar divinamente, una actuación siempre posible

En la historia de Israel, tipo y figura del pueblo creyente, queda claro que ninguna situa­ción humana es incapaz de ser vehículo de experiencia del Dios bíblico: una tierra extraña como Egipto, donde la única ocupación era el trabajo forza­do, pudo sustentar el descubrimiento de un Dios que libera; en un desierto, tierra de nadie, donde la existencia está permanentemente amenazada, surgió la experiencia de un Dios compañero infatigable y aliado fiel; una nueva tierra, habitada y fértil, donde el servi­cio de Dios v el reposo del hombre eran posibles, hizo descubrir un Dios Señor único de la tierra y promulga­dor del descanso humano.

5. Educar divinamente, un proceso largo y probado

El trabajo educativo requiere tiempo y comporta prueba: salir de una situación no buena no significa entrar, automáticamente, en otra mejor: la liberación obtenida no es todavía libertad asumida. Se requiere itinerarios imprevistos – penosos – que, como buen educador, Dios acompaña siempre hasta que se impone como aliado fiel.

El educando necesita de tiempos largos para hacerse libre, apropiándose de la liberación que se le concede; una vez libre, podrá convertirse en liberador y conceder libertad a otros. Quien ha sido salvado de la esclavitud en tierra extranjera no puede favorecer otro régimen que el de la libertad en su propia tierra. El bien-educado educa bien. La meta de la educación divina es el reposo festivo y la gratuidad en la relación con el prójimo.

Israel no tuvo que ‘salirse’ de su historia para encontrarse con Dios; pero tuvo continuamente que salir de si mismo para dar acogida al Dios cuando – y como – se le iba mostrando. El Dios que vive para salvar, no salva sin educar.

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