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TESTIMONIO SOBRE DON BOSCO

Dr. Giovanni Maria Flick - Exalumno
1. Estoy agradecido a la Familia Salesiana por haberme invitado -en el contexto de las Jornadas de Espiritualidad, programadas por ella- a ofrecer el testimonio de mi experiencia personal sobre la educación salesiana, según el modelo propuesto por el corazón de San Juan Bosco, para el desarrollo integral de la vida de los jóvenes, sobretodo de los más pobres y desfavorecidos, por la promoción de sus derechos.
Es un testimonio que doy de buena gana -retomando y profundizando algunas reflexiones que ya había manifestado con ocasión de la celebración de la presencia salesiana en Génova, y la atribución de la ciudadanía genovesa de honor a la Congregación Salesiana en la persona del Rector Mayor, don Pascual Chávez- en mi calidad de exalumno, gracias a un breve pero intenso período de formación salesiana: una total inmersión de dos años, en el colegio Don Bosco de Génova-Sampierdarena, precedida de un primer contacto, de un año de duración, en la escuela elemental del instituto Richelmy de Turín.
De esta formación, y del enriquecimiento que ella ha significado para mi vida personal sobre el plano espiritual y humano, estoy intensamente agradecido a Don Bosco y a la Familia Salesiana, por tanto como han sabido dar a mi educación y a mi estilo de vida, significativamente marcados por aquella experiencia.
Ciertamente, Don Bosco, ha representado y representa -no méritos propios- una presencia significativa en mi familia y en mi vida: a partir de aquel 4 de septiembre de 1881, setenta años antes de mi nacimiento -con una carta autógrafa que me dejada mi padre y que conservo celosamente- fecha en la que Don Bosco escribió a mi bisabuelo de San Benigno Canavese; firmando “humilde servidor y amigo en Jesús Cristo”:
"Ilustrísimo Señor
Cuando S.V. se complació en pasar algunas horas con nosotros, pareció que algún rayo de esperanza brotaba en nuestro corazón sobre la curación de su hijo enfermo, Dios ha dispuesto de otro modo y Dios sea bendito en todas las cosas.
Aquel hijo daba fundadas esperanzas de un futuro prometedor, era una flor del paraíso terrenal que Dios quiso trasplantar al paraíso celeste para el que ya estaba maduro.
He rogado por él, y no dejaré de hacerlo ahora por Usted, respetable señor, por su esposa y por toda su familia.
Dios los bendiga a todos y a todos los conserve en buena salud y en su Santa Gracia.
La agradezco la oferta que hace de su colaboración en favor de nuestra obra, yo espero encontrar la ocasión de poder servirme de ella en algo en la que sea útil.
Espero poder reencontrarnos en Turín mientras tenga trabajos pendientes en la Prefectura”.
Fue precisamente por aquella carta y por la devoción de mi familia a Don Bosco que cuando nací -en 1940, en un momento muy difícil para mi familia, como lo era para muchas familias italianas y para mi país, al principio de una guerra desastrosa- me fue impuesto el nombre de Juan Maria (vinculándome a Don Bosco y a Maria Auxiliadora) y que celebro el 31 de enero.
Confieso que aquel nombre -largo; que se prestaba a fáciles tomaduras de pelo por la parte femenina; que me impedía celebrar el santo el 24 de junio como la mayoría de los otros Juanes- no lo entendía y me molestaba. Precisamente para explicarme su sentido, una buena tía -que escribía libros para la escuela- tituló uno de ellos “Don Bosco, el amigo de los niños”, publicado, me parece, en 1949, con la historia de la vida del santo, dedicándomelo.
Fue entonces cuando empecé a intuir la importancia y el sentido de Don Bosco y sobre todo de su mensaje de gozo y alegría: un mensaje particularmente fascinante y nuevo para mí, niño acostumbrado a considerar la santidad como algo extremadamente lejano, inalcanzable y sagrado, que infundía un temor reverencial.
Es un mensaje que reencontré en el colegio de Génova-Sampierdarena, cuando lo frecuenté en 1954 y 1955, cursando cuarto y quinto en colegio, en un momento particularmente importante para mi formación. Era un internado serio y exigente (los internos íbamos a casa sólo en las vacaciones de Navidad, de Pascua y en las de verano: algo muy difícil para quién, como yo, vivía en Génova, a poca distancia del colegio); se estudiaba bastante (he aprendido, y todavía recuerdo, el griego y el francés; retomé la matemáticas, que había descuidado completamente en los últimos años de la Enseñanza Media) pero había también mucha alegría.
Se trataba, creo, de la alegría de la que Don Bosco impregnó su vida y su apostolado: de cuando, en I Becchi, fue acróbata y prestidigitador para captar la atención de los demás, utilizando, ya entonces, su instinto eminentemente práctico, el carisma, y la capacidad de organización; o de cuando enseñó a un mirlo a cantar, silbando; o de cuando en Chieri, en la escuela de secundaria, fundó la Sociedad de la Alegría, cuyo reglamento prescribía a cada socio “suscitar conversaciones y diversiones que contribuyesen a estar siempre alegres; en la que estaba prohibida la melancolía y todo lo que fuera contra la ley de Dios”; o de cuando, siempre en Chieri, en 1834, concluye victoriosamente el desafío lanzado por un acróbata que escarnecía a los estudiantes: pero lo concluye con un almuerzo, en el que el acróbata, invitado, recobró su dinero, perdido por la derrota, y con él la serenidad.
Es la misma alegría, creo, que el santo logró conservar, a pesar de las dificultades, en 1845, cuando envió al manicomio, en una carroza, con gran astucia, a los dos gentilhombres sabios que vinieron a buscarlo para hospitalizarlo a él, convencida como estaba la buena gente que su entusiasmo y su optimismo -por los proyectos que tenía en la cabeza y en los que bien pocos creían- fuesen fruto de alucinaciones y no de un designio providencial.
Es la alegría que Don Bosco no abandonó nunca y que en 1884, durante una entrevista -la primera a la que se sometía un santo, y esto también es significativo- a un periodista del Giornale di Roma, que le preguntó qué pensaba sobre el futuro de la Iglesia, le llevó a contestar “¡vosotros los periodistas sois los profetas!”
Pero es una alegría fundamental e intensamente significativa como momento esencial de la enseñanza y sobre todo de la educación, de la vida en común; es la alegría que nace del optimismo, de la confianza en la Providencia (y cuántas intervenciones de este última acompañaron el desarrollo de Valdocco), y en los otros, sobre todo en los jóvenes; es la alegría -antítesis del miedo y de la envidia- que mana del entusiasmo y de la implicación en una empresa común, y que es contagiosa.
Y es la alegría -sintetizada por Domingo Savio, en aquél consejo a un amigo cuando llegó al oratorio por primera vez, “nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”- de los grupos de estudio, de las veladas, de los carnavales, del cine en el oratorio las tardes de los domingos, de la orquestina de armónicas, recuerdo todos como momentos significativos del mi paso por Sampierdarena: no menos significativos que la consagración de la iglesia parroquial de san Gaetano, y de la participación en la schola cantorum con tal motivo, o del empeño cotidiano en el estudio.
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2. Aquella alegría, que es la expresión del trabajar juntos, está estrechamente relacionada con otro mensaje peculiar que he recibido de la educación salesiana y que conservo celosamente: el respeto de la dignidad del otro, el compromiso solidario hacia él, la aceptación de la responsabilidad de parte de este último.
La igual dignidad y la solidaridad son momentos esenciales, indisolublemente unidos entre ellos, de la identidad humana y de la relación social, de la relación con los otros, y, por tanto, son momentos esenciales de la educación y de la formación del joven a esta relación.
La igual dignidad de todas las personas -sea que esta dignidad, en la óptica cristiana, venga de la consideración de la persona como imagen de Dios; sea que, en la óptica seglar, venga de la consideración de la misma naturaleza de la persona, de su capacidad de autoconciencia y autodeterminación responsable- es la base y la premisa de todos los derechos humanos fundamentales; y es la expresión más alta de la igualdad, formal y sustancial, entre todos los hombres, más allá de las múltiples diferencias que caracterizan la identidad personal de cada uno de ellos. Estas diferencias -inevitables, ligadas a la naturaleza humana, y en sí mismas posibilidad de enriquecimiento mutuo, en la óptica del pluralismo- en nombre mismo de la igual dignidad de todos y cada uno de nosotros, y en nombre de la igualdad entre nosotros, no pueden y no deben convertirse nunca en factores de discriminación y abuso, o de inferioridad y menosprecio.
La igual dignidad social y la igualdad formal y sustancial (sea ante la ley; sea en la realidad social y de hecho, a pesar de las diferencias y los obstáculos para su realización efectiva) son un compromiso tanto más fuerte y vinculante, cuanto más haga referencia a los sujetos más débiles, más desfavorecidos, más pobres: es decir, a aquellos sujetos que, precisamente por sus condiciones de desgracia pueden ser o son discriminados más fácilmente, dejados atrás, abandonados a ellos mismos y a su debilidad, convirtiéndose esta última en una condición de discriminación e inferioridad.
En resumen, los más débiles y desfavorecidos son “más iguales” que los otros; y el respeto recíproco, en el que se materializa y se traduce la igual dignidad, debe, en lo posible, ser aun más fuerte y vinculante respecto a ellos. De ahí la estrecha relación entre la igual dignidad, la solidaridad y la responsabilidad que de ella se derivan: mis derechos son respetados si y en tanto que los demás cumplen con sus deberes hacia de mí, y viceversa los derechos ajenos se respetan en el cumplimiento de mis deberes hacia los otros.
La solidaridad, como obligación de ayuda al más débil, y la igual dignidad, como compromiso de respeto también y sobre todo respecto al más débil, están en estrecha sinergia. Sin solidaridad, no puede realizarse efectivamente la igualdad y, por lo tanto, la igual dignidad; sin igual dignidad no habría razón para el compromiso a la solidaridad; sin el respeto a la dignidad del otro y sin una relación de solidaridad con él y con sus dificultades, es bastante difícil que en el otro se despierte el sentido de la responsabilidad, es decir, la conciencia de que -para cada uno de nosotros- junto a nuestros derechos, para los que reclamamos respeto, están los deberes, para respetar los derechos de los otros.
Este discurso es esencial también y sobre todo en relación con una categoría “privilegiada” de sujetos más débiles, por definición y por razones de naturaleza: los pequeños. Solamente una educación que respete la igual dignidad del menor, destinatario del mensaje educativo, y que no se resuelva exclusivamente en una imposición o en un ejercicio de autoridad, sino que se exprese, también y sobre todo, por el diálogo con él; una educación que se traduzca, en la óptica de la solidaridad, en comprensión y en ayuda efectiva al menor, para superar las lagunas y las dificultades connaturales a su situación de sujeto en devenir y en crecimiento: sólo ese tipo de educación será capaz de preparar y formar a ese menor en la capacidad de afrontar y asumir las mismas responsabilidades, condición esencial para permitir al menor mismo entrar de pleno derecho y con los recursos adecuados en la realidad social.
El compromiso de respeto por la igual dignidad del menor, y, por lo tanto, por comprenderlo y por dialogar con él, en su educación; el de la solidaridad en sus relaciones y en relación a su “minoría” (que no inferioridad) y, por lo tanto, a la ayuda para su formación y crecimiento; la llamada a su responsabilidad: son los elementos esenciales de la relación educativa, antes y más allá de la simple y también necesaria contribución al enriquecimiento cultural del menor. Y estos son los elementos que conservo celosamente como fruto de mi educación salesiana, y que he captado en el mensaje educativo que Don Bosco nos ha dejado con su vida, con su ejemplo, con su enseñanza.
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3. Siempre me han chocado -cuando niño me llevaban al santuario de la Consolata de Turín, no muy lejos de Valdocco y de Maria Auxiliadora- la figura de San José Cafasso y su apostolado con los presos y los condenados a muerte; del mismo modo que, por las historias que oí y por una visita al hospital, quedé fuertemente impresionado por la Casa de la Divina Providencia de San José Benito Cottolengo, dedicada a la acogida de personas con graves minusvalías. Fueron, ya desde entonces, sensaciones e imágenes de la profunda civilidad y de una tradición de solidaridad piamontesa, mucho más necesarias en una ciudad que se enfrentó con el desarrollo industrial y con todo su séquito de injusticias sociales y alienaciones: una ciudad violentada por la fiebre de la primera industrialización, con decenas de millares de inmigrados, muchos de ellos chicos abandonados a mismos, explotados en el trabajo, a menudo abocados a la cárcel; en un contexto de movimientos unionistas, restauracionistas y revolucionarios, de convulsiones y agitaciones, en el cual la Iglesia era considerada unas veces aliada y más a menudo enemiga a suprimir, pero en el que se despertó el respeto -incluso en los adversarios- por la santidad de los “evangelizadores de los pobres”.
He encontrado -y no solamente yo- una estrecha relación entre don Cafasso, don Cottolengo y don Bosco, que, además, se conocieron, se ayudaron y se influyeron mutuamente; fue precisamente don Cottolengo (que se definía como “el peón del Providencia”) quien dijo proféticamente a Don Bosco, palpándole la sotana: “Es demasiado ligera. Consígase una más resistente, porque muchos chicos se colgarán de ella”. Es el mutuo entendimiento que surge de la solidaridad, la atención a los marginados, a los más débiles, a los “menos iguales”; con el lenguaje actual del artículo 3 de la Constitución italiana: los presos, los enfermos, los menores. Y merece la pena recordar, a este propósito, una de las muchas “locuras” de Don Bosco -por el clima político y social de la época- que ligaba alegría, pragmatismo, solidaridad y responsabilidad: cuando logró sacar de la cárcel -bajo palabra y sin ninguna vigilancia- a más que trescientos jóvenes presos, para un día de diversión, reconduciéndolos por la tarde sin que faltara ninguno.
Es un mensaje de solidaridad el que me acogió en mi formación, en el colegio de Génova-Sampierdarena. Ese mensaje ha continuado acompañándome también después, especialmente cuando he sido llamado a la tarea institucional de Ministro de Justicia, que tocaba muy de cerca a una de aquellas categorías de sujetos débiles (los presos); y también, cuando he sido llamado a otra tarea institucional, en la que aún estoy empeñado: la tarea de juez de las leyes y de su conformidad a la Constitución italiana, por el respeto y por la tutela de los derechos fundamentales, de los que la Constitución es garante.
La solidaridad que Don Bosco ha practicado y enseñado es una solidaridad moderna, concreta, laboriosa; que cultiva el sentido social del trabajo, el respeto recíproco y la ayuda entre compañeros, la sinergia entre estudio y trabajo, el sentido civil y social; que une la dimensión religiosa y humana por su alegría. Y es una solidaridad estrechamente asociada al constante respeto por la dignidad de los jóvenes y, además, a la constante llamada a su responsabilidad.
Pienso, a este propósito, en el feeling entre Don Bosco y un lejano predecesor mío, el Ministro de Justicia piamontés Rattazzi, que -a pesar de una merecida fama de anticlerical y de comecuras (la ley Rattazzi de 1855 decretó la supresión de las órdenes religiosa)- siempre fue favorable al santo; incluso fue él quien sugirió a Don Bosco, con una intuición genial, de organizar su obra no como una congregación, sino como “una sociedad religiosa que ante el Estado fuera una sociedad civil”.
Pienso en el compromiso de los jóvenes del oratorio, en el verano de 1854, durante la epidemia de cólera que asoló Turín: un compromiso en el que el aspecto religioso (Don Bosco les prometió a los chicos que, si permanecían en gracia de Dios, no serían contagiados por el cólera; y efectivamente ninguno de ellos enfermó) fue unido estrechamente al compromiso social del traslado y de la asistencia a los enfermos.
Cuando reflexiono sobre la evolución del oratorio, de los 35 jóvenes de 1852 a los 1200, entre internos y externos, de 1862; cuando pienso en la realización, en aquel período, de los talleres (de zapatería y sastrería, de encuadernación, de carpintería, de tipografía, de herrería), de una sociedad de mutuo socorro obrero, de un internado, de escuelas dominicales, nocturnas y de música; cuando considero que algunos de los primeros contratos de aprendizaje estipulados en Italia (un verdadero hecho de revolución social), fueron preparados y suscritos por Don Bosco; cuando me fijo en las dimensiones actuales del compromiso salesiano en el mundo: me parece que su mensaje de solidaridad fue una anticipación pragmática, moderna y concreta, de algunos de los principios fundamentales de la Constitución de 1948, como el principio solidario, el personalista, el laboral. Y -también por esto- no me sorprende el hecho de que Don Bosco haya sido el primer santo para el que el Estado italiano, el día después de su canonización en 1934, haya sentido el deber de una celebración civil, en Roma, en el Capitolio.
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4. Precisamente por todas estas razones el mensaje de alegría, de solidaridad y de respeto de la dignidad, propuesto por Don Bosco -que he tenido la suerte de recibir en mi educación salesiana- me impresionó entonces y sigue impresionándome hoy, por su actualidad y su universalidad. Entramos en el tercer milenio, con un mundo que se ha convertido en una aldea global en el que -gracias al progreso científico y tecnológico- pueden quizás aumentar los recursos disponibles, pero ciertamente pueden también aumentar las desigualdades en el uso de esos recursos y, por tanto, la franja de las personas y de los pueblos frágiles, marginados y “menos iguales”; un mundo en el que es cada vez más difícil -pero cada vez más urgente- realizar una globalización de rostro humano y conciliar sus perspectivas, demasiado unilaterales y dirigidas a la dimensión económica y del mercado, con los valores de la solidaridad; un mundo en el que la inseguridad y la incertidumbre, junto con el miedo, la envidia y la violencia, aparecen como predominantes. Por tanto, una aldea global en la que el mensaje de alegría, de solidaridad, de respeto por la igual dignidad, de asunción de la responsabilidad, que Don Bosco nos ha dejado, se convierta en una referencia fundamental.
Es un mensaje tan profundamente actual -el de Don Bosco sobre la dignidad, sobre la solidaridad, sobre la responsabilidad- que de algún modo anticipa algunas de las premisas más significativas de la Constitución italiana, y ahora también de la Carta europea de los derechos fundamentales: la conciencia de que el cuerpo social -para la supervivencia de los valores mismos que lo originaron- debe ser coherente y, en consecuencia, reaccionar ante las situaciones que perjudican, o incluso anulan a los sujetos débiles; el reconocimiento de que la solidaridad es al mismo tiempo premisa y resultado natural del valor de la igualdad; la afirmación de que sin solidaridad, y con ella la igualdad, no puede haber ni igual dignidad social de la persona ni garantía y efectividad de los derechos inviolables; más aún, la afirmación de que estos últimos -sobre todo los sociales- se unen con los deberes de solidaridad, según la incisiva propuesta del art. 2 de la Constitución italiana; la traducción, por fin, de la solidaridad por la capacidad de asumir las propias responsabilidades y por el “compromiso individual por el bien común” del que, entre otros, es expresión precisa el principio laboral afirmado por el art. 4 de la Constitución italiana, que Don Bosco anticipó con su compromiso social, con su atención a la formación y al trabajo, con su practicidad.
Un compromiso que Don Bosco ha traducido por el amor a los otros y especialmente a los jóvenes; y que ha sido bien resumido por el testimonio -que, para concluir, deseo relacionar ideológicamente con el mío- de otro italiano, un laico muy querido en Italia, como Don Bosco: el Presidente de la República Sandro Pertini, que dijo “he aprendido en la escuela salesiana un amor sin límites por todos los oprimidos y los pobres: la vida admirable del Santo me ha iniciado en este amor”.
Me resulta difícil encontrar una motivación más rica y coherente, y al mismo tiempo más incisiva y esencial que esta, para expresar el sentido, la continuidad, la actualidad del mensaje educativo por el que Don Bosco ha desarrollado de modo particular -como se deduce fácilmente de la prodigiosa consolidación y crecimiento de la presencia salesiana en el mundo- el compromiso civil y social de solidaridad, junto al religioso de caridad. Y esto va más lejos si pienso en el sentido, más bien en los sentidos múltiples de la educación, como preparación esencial a la relación entre el individuo y la comunidad, de la que nacen múltiples derechos y deberes, que marcan su pertenencia, con un enriquecimiento recíproco y sinérgico, y, además, con la adquisición de una identidad.
Hoy, en la aldea global -caracterizada por la fractura y el choque entre el Norte y el Sur del mundo; señalado por el hecho de que, casi necesariamente los ricos parecen ser cada vez más ricos y los pobres, en el mejor de los casos, sólo algo menos pobres; afligido por la intolerancia, el odio, el fanatismo y el terrorismo global; caracterizado de las migraciones bíblicas y los viajes de la esperanza hacia el bienestar, para huir la muerte, el hambre, la guerra; en fin, la oscilación entre la alternativa de una asimilación forzada y una marginación explotada como probable meta de estas migraciones- el ingreso del joven en una comunidad, por el proceso educativo y su formación, asume un sentido completamente particular, en su referencia a las diferentes comunidades, la global y la local.
Por un lado, la comunidad global: caracterizada por las tensiones, las contradicciones, las injusticias, los desafíos ya señalados de la condición humana. Para el ingreso del individuo en esta comunidad, Don Bosco ha sabido ciertamente proponer un mensaje fuerte de educación y formación, a través del compromiso global y misionero de su congregación a escala mundial, en favor de los más débiles.
Por otro lado -junto a las comunidades intermedias como la región europea y la nacional- la comunidad local. Es en la que más se afirma y se mantiene la identidad de cada uno; en la que más se advierte -en la cotidianidad y en la contigüidad- la relación con el otro, su necesidad, su ser al mismo tiempo igual y diferente; en la que más se toca -concretamente y con la mano- la diferencia entre egoísmo y solidaridad: una diferencia que no es siempre vista como un problema personal de todos y de cada uno, cuando se consideran en abstracto los grandes desafíos de la globalización. Y también en la perspectiva local Don Bosco ha sabido ciertamente proponer, con el compromiso civil y social -del que es expresión el mensaje educativo salesiano, junto con su contenido espiritual y religioso- una propuesta de constante actualidad, de la que tenemos, sobre todo hoy, una profunda necesidad.


Giovanni Maria Flick

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